miércoles, 1 de octubre de 2008

Poemas de Antonio José Rivas.

Ya hace ocho años que leí su primer libro y ahora como buen "antojologo" (porque a cabalidad con las palabras de Armando Maldonado: "En Honduras no hay antológos, sino antojológos) publicaré mi poema preferido de cada libro.

Antonio José Rivas (Comayagua, 1924-1997) sólo publicó un libro en vida: Mitad de mi silencio (1964), editado dos veces hasta ahora. Como dato curioso, en la segunda edición tenía cuatro poemas más. Aparte,  entre su obra póstuma está El agua de la víspera y El interior de la sangre. La poesía de Rivas toca temas como la muerte, los lazos de sangre y fraternos y el paso del tiempo; marcados por una profunda tristeza y soledad sin dejar la esperanza de lado; porque como bien dice en su poema la sangre desterrada:"Llorar ha sido siempre un sacramento / en la doliente claridad del hombre".

Esta casa que digo

He construido una casa,
piedra a piedra, alma a alma,
en el centro de una isla,
cerca, cerca del cielo.

Sus muros
-blancos muros-
son lo
suficientemente altos
para mirar la altura de los árboles,
el amor de las aves.

La plomada le cae al amor en el pecho.

La luz
por todas partes se asoma,
ve, vigila,
porque en la casa que digo,
todo, todo,
hasta el barro y la cal es transparente.

Esta casa es un cuerpo,
un ser edificado
de pura humanidad:
alza, estrecha sus muros
para salvarme
sólo.

Con un nombre imborrable
llamo a la puerta,
a veces,
y allá,
de lo profundo,
siempre responde el alma.

Pinto nubes ligeras
y pesadas columnas.

Las palomas revuelan
dejándome su nombre
en las manos de un niño.

Las palabras,
por suaves,
las repite el silencio.

Esta casa es un nido.

El viento que la azota
le resiste el tormento,
y, fuera,
le da al mundo
su cuerpo sonoro.

Si alguna vez
se entreabre su rosa de silencio,
la casa se expande,
se ensancha como un éxtasis.

Crece,
crece la casa:
para colmarla,
entonces, es necesario un niño.

Siempre,
bajo el invierno,
esta casa es más vieja;
se regresa en los siglos
y se aroma de la líquida luz
de los recuerdos.

Se encierra en el invierno
y se envuelve en la manta secreta de la niebla;
pero, ay, yo no entiendo,
en todas las estaciones habita el otoño.

Un susurro de cal
le ha pintado de abejas
las paredes.

Cuelgan los cortinajes
como vagos recuerdos.

Excavo en la caricia
y encuentro manos tibias
rosándome la frente,
dulces labios diciendo frases definitivas,
y un no sé qué
de un beso
y una voz
que se busca los labios
en la pena.

Y si excavo en la roca
-duro sueño grisáceo-
descubro aves desnudas,
minerales callados,
flechas, piedras de punta,
una concha marina:
pétrea luz en el pecho
de un mar sepultado;
peces huidos
y absurdos
del miedo de la tierra.

La oscura reflexión de la caverna;
cielos hechos
de lívidas palomas desterradas,
de pájaros sin nombre;
formas hipnotizadas
de ígneas rosas
de piedra;
arroyuelos agrestes
con secuestros de luna,
como quien,
por debajo del alma,
se asomara a los astros;
marsupiales errantes
con un monstruo en el pecho,
y un rubor prematuro
de dioses en reposo;
y las sonrisas óseas
-siempre bajo la tierra-
abriéndole,
discretas,
la mansión a los árboles;
y un terrícola humilde,
de residuales algas
y raíces nocturnas
humilde pero hondo
como un dolor de siglos
colgado de los árboles.

Un poco más abajo,
más abajo,
el olvido,
disuelto en la memoria de los mares
o en el basto diluvio
del recuerdo.

Yo me busqué las manos,
ya entonces descarnadas,
y las tenía encima
de una diosa dormida.

Un letrero de luz:
es un nombre adorado.

De tanto decir siempre el mismo nombre
he aprendido a morar
en mi secreto.

Cuando pienso en la muerte imborrable,
el aire se llena de altas
voces antiguas,
y se vuelve reciente
la amarilla osamenta
de las vigas.

El dolor tiene un cuerpo
perdido en los rincones.

El espejo del fondo
que, a diario,
duro, duro,
golpéame en el rostro,
es la forma de luz de la conciencia.

La casa está construida
sobre la antigua lámpara
que mira en la ventana.

¡La casa de los sueños!

A veces entro en ella
para asomarme al mundo.

(Del libro El agua de la víspera)

Lectura para el que nunca le ha cantado a un hijo

I

Tú has nacido en un sitio verdadero,
lejos del mar
y cerca del olvido;
en un lugar
donde aun la patria llora
aunque nadie lo diga;
en un planeta sudoroso
y triste
que aun discute su origen
y su carga
al rededor de un parque de ceniza;
en un país de rigurosa piedra
donde vivir es tan sólo una pena
tocada de azul convaleciente,
de un silencio que escucha
y nos devuelve
el asiduo rumor de las estrellas;
en un país de portentosa niebla,
de habitantes extraños,
incongruentes,
que aun encienden hogueras en las vísperas
y que se santiguan
con las manos sucias,
que le venden las cruces a los muertos
y aun le niegan las flores
a los vivos.

Tú has llegado a la luz de cuerpo entero
y eres un hijo mío:
testimonio
de que naciste solo
en una aldea
con las manos sedientas de rocío
Llegaste a tiempo de sumar las horas
con los naufragios
(y la luz a ciegas)
llegaste a tiempo de mirar el rostro
fatal del siglo veinte,
y esperar
los navíos cargados de despojos,
de sangre y luto y alguien
que dijo la verdad
y busca un sitio más para sus huesos.
Tú ya has cruzado la cercana niebla,
la sombra más adicta a la medalla,
la costra gemebunda de los días
llorándole el recuerdo a las estatuas
y a los ríos más lentos
su camino.

Tú has llenado de amor
todo el paisaje,
me debes sólo el corazón,
tan sólo;
y has de inclinar la frente
ante la vida
pero todas las tarde,
por si acaso,
por si acaso hay un lirio profanado.

2

Por fin me has dado un paso en la blancura,
y eso ya es levantarse de mañana
sobre la tierra oscura
y acosada
sobre tu dulce infancia
sostenida
sólo en la flor segura
y en mi mano.

Por fin me has dado un paso en la sonrisa:
aguas sin barcos,
soledades sin frío;
y dice tu mamá que ya caminas,
y dice tu mamá que ya eres hombre
de dar un beso y consagrar el vino; y qué quieres que yo haga
si andan locos,
si andan locos de dicha
los caminos...

(Del libro El interior de la sangre)

Autoelegía del hombre que se quedo solo

I

Llano del tiempo firme.
Una piedra. Una cruz.
escribo desde el mapa llorado del silencio
vertical en la sombra de mi espacio dormido...
Una herida en la tarde.
Yo me vine al pie de una caricia
desmoronada. En un suspiro.
dejando el ala curva de mi sangre
para el vuelo del polvo
y de lo árboles.
Yo me vine una tarde...
Y hoy sustento otra sombra,
la vista helada
y el corazón quebrándose en mi nombre.
Aquí todo es igual:
crecen signos hermanos
y universos sencillos.
El color de la raza:
un pormenor de copia
ya archivado.
La vanidad no llora,
pero tampoco ríe.
El orgullo es un gallo
sin canto y sin motivo.
La estatura se acuesta
por humilde,
en la sombra.
La esperanza es sencilla:
ojo inmóvil helando los contornos del tiempo.
El recuerdo: no tanto,
el filósofo sabe por su espejo
que es diáfano testigo de lo que no sabe.
Y el poeta se suicida en sus alondras
para que al menos sobreviva el ala.

II

Aquí la tierra crece sobre el cuerpo
de un modo natural y sin reservas.
Allí la tierra muere bajo el aire
y al lado de la sangre
y de la lágrima...
Allí muere la tierra.
desde la tierra grande de la Patria
hasta la humilde tierra para beber las lágrimas.
Para tender al niño
que aún implora su almohada.
Para sembrar el vuelo,
la sombra de los árboles.
(Aquí crece la sombra por instinto)
y hasta para querer falta la tierra,
que es carne y savia y nombre de la Patria.

Pero esta tierra es mía.
ni rosas ni plegarias.
Yo me conformo con que en el silencio
le hagan dulce la vida
en lo que puedan
a mi madre,
a mi cercana sangre,
a la gente de amiga claridad
y al pobre perro
que alargando su olfato entre la sombra
aún espera los viernes mi retorno.

III

Aquí la tierra crece sobre el cuerpo
de un modo natural y dulcemente.
Ya no pesan las flores ni las lluvias.
Ya no pesan los días ni los astros
caídos sobre el viento.
Ya no pesa la luz ni su conjunto.
ya no pesan las piedras,
ni los pastos,
ni el salto del conejo,
ni el ala súbita de los murciélagos,
ni la cristalina piel de los corderos.
No pesan ni el dolor,
ni todo el aire,
ni la noche, ni el sol,
ni la alborada,
ni el sonido, ni el pez, ni la memoria,
ni el olvido, ni el mar...

Sólo, tan sólo pesa, compañera,
sólo pesa una herida
irremediable:
la herida que me abriste en el costado,
compañera del alma ¿lo recuerdas?

IV

Por ti en esta elegía, por ti,
ya desde el fondo de la muerte
vertical en la sombra de mi espacio dormido:
escribo con mis huesos.

(Del libro Mitad de mi silencio)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola entre a tu pagina y me dio mucho gusto ver los poemas de Antonio Jose Rivas, yo tube el privilegio de conocerlo, fue mi maestro de matematicas el año 1979 en el instituto Inmaculada de Comayagua,tambien hay un poema que le dedico a su hija se llama "A los ojos de Liliana" Te felicito porque es bien raro ahora que los jovenes valoren estas cosas Saludos

Manuel dijo...

Es usted muy afortunado de haberlo conocido. Mi admiración por la obra de A. Rivas data de mucho tiempo, ya leí sus tres libros y su obra me parece de las mejores de Honduras.
He notado que esta entrada de poemas es una de las más visitadas, eso me hace muy feliz; me da gusto saber que de alguna forma estoy difundiendo la obra de tan buen poeta.

irvingboss dijo...

muuuuuuchas gracias por compartir esta valiosa informacion!! me ha servido de mucha ayuda para una tarea!!! saludes de comayagua!!!