miércoles, 30 de noviembre de 2016

"I've got some bad news for you, sunshine..."

En el final de El Corazón de las Tinieblas de Joshep Conrad, el personaje principal, Marlow, llega a la casa de la prometida de Kurtz, este hombre que se volvió loco en el Congo. Después de que Marlow le informara sobre su prometido, la joven le pide que le diga cuáles fueron las últimas palabras de Kurtz; pero el marinero no tiene el valor necesario para pronunciar "¡El horror!... ¡El horror!"; sabe que eso destruiría a la muchacha, así que elige mentirle. ¿No es esto lo que ha sucedido hasta hoy? ¿No nos hemos creado una dulce fantasía? La victoria de Trump, el No en Colombia, el Brexit son hechos que sólo hacen saltar la mascarada, vemos a través de ella algo que nos disgusta: nuestro propio rostro, el verdadero rostro del mundo.

¿Pero qué clase de fantasía hemos creado? La universalidad, la creencia de que existe ese ideal post-ideológico y globalizado en el que nadie es excluido (por lo menos en apariencia).  Vanitas vanitatum omnia vanitas; el gran error y la ilusión fue levantar sobre esa estructura; pero no romper con la estructura misma hasta desentrañarla. Tras esa supuesta universalidad posmoderna se esconde una gran hipocresía. Un ejemplo sencillo sería como ciertos movimientos sociales, sobre todo aquellos relacionados con la nueva izquierda y el pensamiento liberal, tratan de aferrarse a la corrección política. Podríamos hacer una lista muy larga de las reformas que se hicieron en diversos países en los últimos años en cuanto a convivencia racial, paz y género, pero era sólo vestimenta; en el fondo, el mismo odio estaba allí, sólo que no se expresaba en forma pública por temor a la censura social.  La ortodoxia de esta época, diría Orwell, le inculca discursos de género e inclusión a la masa sólo para ocultar su oscuridad cuando sea conveniente. No se trata de un acto sincero en ningún momento, pues tal sinceridad es imposible en sí misma. Por ósmosis, estas actitudes son más o menos aceptadas en los estratos más bajos, quizás toleradas; pero esa tolerancia tiene un punto de quiebre cuando esos discursos distan demasiado de lo evidente.

Bien dijo Zizek que la violencia es un elemento sustancial de nuestra existencia social, por eso no puede ser negada en una forma absoluta. Sólo somos conscientes de la violencia subjetiva, ejercida por un individuo contra otro (subjetiva en tanto viene de sujeto y de su visión particular); pero todas las sociedades tienen un tipo de violencia simbólica que ejercen sobre sus individuos, ésta es institucional y plenamente aceptada, existe apenas sin que nos demos cuenta, se trata de rituales obscenos por los que todos debemos pasar para pertenecer a un grupo. Aparte de eso, existe también una violencia mítica, que sirve para mantener el orden en la sociedad y asegurar su funcionamiento. Finalmente, en el fondo de todo este miasma, está la violencia divina, aquella que no tiene razón de ser, aquella que simplemente existe sin explicación alguna.

Sin que signifique llegar a extremos, claro, lo inquietante es que, en el fondo, los seres humanos son incapaces de desligarse de su propia violencia y odio; porque negar esos instintos es negar la humanidad misma y las posibles funciones sociales que esa brutalidad cumple (no necesariamente negativas, porque también puede ser liberadora). Esa idea de que podemos aceptar totalmente al "otro" es una idealización y, por tanto, una gran mentira, un cinismo ideológico que nos ha hecho negar la realidad más cruda. La pregunta, aunque nadie le prestó atención, estuvo en el aire desde hace bastante ¿Cómo lidiamos con los monstruos que hay dentro de nosotros?¿Basta sólo con cerrar los ojos? Ahora esas bestias han salido a la superficie, el futuro no es precisamente brillante y, como decía Conrad, parece conducir únicamente a las tinieblas o, por lo menos, a darnos de narices con un muro. En palabras de Jean Braudillard, esto es lo que sucede después de la orgía.

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