lunes, 19 de junio de 2017

Moonlight


Hay un sentimiento de inmensidad en la juventud, parecido a las veces que miramos el mar; hay tanta infinitud por ver y por recorrer en un horizonte azul, pero también ese mismo mar puede ahogarnos. Pasa el tiempo y nos volvemos otra cosa, miramos hacia atrás y ya no somos lo que suponíamos íbamos a ser o, peor aún, nuestras metas se han limitado y nuestros pasos conducen al mismo sitio. Mircea Eliade lo decía: el mar es símbolo de infinitud, muerte y de fertilidad. Moonlight (dirigida por Barry Jenkins, 2016) retoma algo de esta simbología. Chiron (Trevante Rodhes) y Kevin (André Holland) lucharon y fueron derrotados por un sistema que los alejó de su verdadero yo y los hizo caer en la más profunda enajenación, ambos terminan siendo lo que la sociedad les impone por medio de una violencia tácita; se adentraron en corrientes tormentosas y naufragaron.

La gama de personajes de este filme se ven confrontados contra el océano, también representación de lo absoluto. Los protagonistas se terminaron convirtiendo en algo que no debían ser y que deben reencontrarse a sí mismos. La sociedad o el sistema los orilló a convertirse en negación de su propio ser; primero debido la pobreza y el abandono en la niñez, más tarde el abuso y la discriminación en adolescencia, hasta volverse un reflejo de los golpes de ese mundo: un delincuente en el caso de Chiron y el dueño de un restaurante con una vida marital de apariencias vanas en cuanto a Kevin. Chiron es lo que su figura paterna era en un inicio, un traficante de drogas, se repite así el ciclo y asumen roles casi predestinados, porque si de algo nos habla esta película es de ciclos y eternos retornos.  Retornar es nunca irse, retornar al viejo amor, con imágenes de niños jugando en el mar, un regreso a la infancia, pero también a las posibilidades infinitas de la inmensidad del mar.

En la vieja historia de la abuela que Juan (Marsheshala Ali) le narra al pequeño Chiron (Alex Hibbert), uno debe ir hacia el mar, en la noche, para descubrir su yo genuino, su alma, bajo el claro de luna; la luna como elemento que dispersa la oscuridad de la noche, brillo que les muestra quiénes son realmente, única luz y bondad en un mundo de porquería. Sólo bajo el signo lunar, individuos derrotados vuelven a verse  a ellos mismos y a otros, los personajes vuelven a estar juntos bajo ese signo, repetición del único encuentro erótico de hace muchos años, como si ese amor fuera el claro de luna en el que se definen; porque no les queda nada más y ya fueron destruidos, porque sólo allí, y nada más en ese sitio, pueden ser ellos, por fin ellos. 

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