sábado, 27 de enero de 2018

Sobre un país invisibilizado y el final de su infancia

Honduras es un país pequeño que casi ni existe en los mapas o en los libros de historia.  Este aspecto ya lo recalcaban autores como O. Henry, Rafael Heliodoro Valle o Alfonso Guillén Zelaya en el primer cuarto del siglo XX; el primero de ellos incluso hacía referencia a Honduras como "el país de lotófagos", es decir, donde sus habitantes y asilados se alimentan del loto y olvidan hasta quienes son. Si no fuera por los geógrafos, las imprentas trazarían un nuevo canal en el centro de América y a nadie le importaría.  A pesar de lo anterior, mientras vives en esta república, te atrapa la ilusión de sentirte en el centro del mundo, pero nada más equivocado; salvo unos cuantos vecinos más allá de las fronteras centroamericanas, muchos nos confunden con una isla en el océano Pacífico.
  
Nuestra literatura, nuestra política, nuestra historia importa todavía menos fuera de nuestras fronteras; sin embargo, de alguna manera tratamos de llenar nuestro complejo de pequeñez cuando mencionamos la garra catracha o hacemos referencia a la posición geográfica privilegiada. Nos basta que un actor haga el papel de tramoyista en una película o serie de cuarta para darnos aires de grandeza y sentir que el mundo pone sus ojos sobre nosotros. Es la misma actitud del adolescente que espera la aprobación de sus mayores. 

Nada más alejado de la realidad que nuestro sentido de auto-importancia como miembros de este país. En ese sentido, no hemos madurado como nación. Siempre apelamos a un alguien mayor para que solucione nuestros problemas, y somos como adultos que todavía viven en la casa de sus padres en espera de que estos le solventen sus dificultades; esos padres a veces toman la forma del gobierno, de una potencia extranjera, de inversionistas de poca monta o de la comunidad internacional. 

Cómo decía Carl Sagan en referencia al pálido punto azul que es la Tierra: “la ayuda no vendrá de otra parte”. Si no somos capaces de salir de la enajenación para darnos cuenta que estamos comprometidos con un contexto social, entonces todo está perdido. Digo esto en un momento de crisis en el que más que nunca es necesario que la gente asuma  su responsabilidad ciudadana, uno de los momentos más oscuros en el cual una minoría criminal sin piedad ni vergüenza establece una narco-dictadura y se regodea en actos de corrupción más que evidentes. 

Nadie va a venir a ayudarnos, estamos solos con esta responsabilidad y no tendría por qué ser de otra manera. El pueblo hondureño deberá aprender que mantener la institucionalidad requiere sacrificios muy dolorosos, incluso estar dispuesto a perder lo poco que tenemos; porque rendirse significa la muerte definitiva, no de un individuo sino de la esperanza de varias generaciones. Basta de jugarretas, ya se terminó la infancia para nosotros y, de una vez por todas,  debemos madurar. 

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