miércoles, 25 de marzo de 2020

Sobre el final de "The plague of dog"


The plague of dog es un filme duro de ver. Me llama la atención como muchos afirman que la idea del paraíso como consuelo para su escena final; pero no toman en cuenta que la Isla, apenas entrevista por los perros que huyen, es una ilusión, un espejismo; algo así como la idea de un cielo o un paraíso para nosotros. Los perros simplemente mueren ahogados en busca de ese supuesto "lugar mejor", así como muchos han muerto en busca de una utopía, de una religión, de un sueño o de un amor. Muy en el fondo sabemos que de esto se trata, de inventar una fantasía que nos permita continuar; aunque al final sólo está muerte y el único consuelo es que, al ir a esa nada, vamos a un lugar donde no sentimos más el dolor de vivir. no es coincidencia que la conclusión de este filme tenga paralelismos con el cuadro Perro semihundido de Goya, pues también nosotros somos ese can y no sabemos si nos arrastra la corriente, si intentamos superarla, si flotamos o si nos hundimos. La incertidumbre existencial nos embarga en el gran salón oscuro.

miércoles, 18 de marzo de 2020

La Peste

"Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un apestado durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar contra la peste. Comprendía que había contribuido a la muerte de miles de hombres, que incluso la había provocado, aceptando como buenos los principios y los actos que fatalmente la originaban. Los otros no parecían molestos por ello, o, al menos, no lo comentaban nunca espontáneamente. Yo tenía un nudo en la garganta. Estaba con ellos y, sin embargo; estaba solo. Cuando se me ocurría manifestar mis escrúpulos me decían que había que pensar bien las cosas que estaban en juego y me daban razones a veces impresionantes para hacerme tragar lo que yo no era capaz de digerir. Yo les decía que los grandes apestados, los que se ponen las togas rojas, tienen también excelentes razones y que si admitía las razones de fuerza mayor y las necesidades invocadas por los apestados menores, no podía rechazar las de los grandes. Ellos me hacían notar que la manera de dar la razón a los de las togas rojas era dejarles el derecho exclusivo a sentenciar. Pero yo me decía que si cedía a uno una vez no había razón para detenerse. Creo que la historia me ha dado la razón y que hoy día están a ver quién es el que más mata. Están poseídos por el furor del crimen y no pueden hacer otra cosa.

En todo caso, mi asunto no era el razonamiento; era el búho rojo, esa cochina aventura donde aquellas cochinas bocas apestadas anunciaban a un hombre entre cadenas que tenía que morir y ordenaban todas las cosas para que muriese después de noches y noches de agonía, durante las cuales esperaba con los ojos abiertos ser asesinado. Era el agujero en el pecho. Y yo me decía, mientras tanto, que por mi parte me negaré siempre a dar una sola razón, una sola, lo oye usted, a esta repugnante carnicería. Sí, me he decidido por esta ceguera obstinada mientras no vea más claro. 

Desde entonces no he cambiado. Hace mucho tiempo que tengo vergüenza, que me muero de vergüenza de haber sido, aunque desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también. Con el tiempo me he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse de matar o de dejar matar, porque está dentro de la lógica en que viven y he comprendido que en este mundo no podemos hacer un movimiento sin exponernos a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la paz o una buena muerte a falta de ello. Eso es lo único que puede aliviar a los hombres y si no salvarlos, por lo menos hacerles el menor mal posible y a veces incluso un poco de bien.

Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir. Por esto es por lo que no he tenido nada que aprender con esta epidemia, si no es que tengo que combatirla al lado de usted. Yo sé a ciencia cierta (sí, Rieux, yo lo sé todo en la vida, ya lo está usted viendo) que cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie es el que tiene el menor número posible de distracciones. ¡Y hace falta tal voluntad y tal tensión para no distraerse jamás! Sí, Rieux, cansa mucho ser un pestífero. Pero cansa más no serlo. Por eso hoy día todo el mundo parece cansado, porque todos se encuentran un poco pestíferos. Y por eso, sobre todo, los que quieren dejar de serlo llegan a un extremo tal de cansancio que nada podrá librarlos de él más que la muerte.

Desde ese tiempo sé que yo ya no sirvo para el mundo y que a partir del momento en que renuncié a matar me condené a mí mismo en un exilio definitivo. Los otros serán los que harán la historia. Sé también que no puedo juzgar a esos otros. Hay una condición que me falta para ser un razonable asesino. Por supuesto, no es ninguna superioridad. Me avengo a ser lo que soy, he conseguido llegar a la modestia. Sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas y que hay que negarse tanto como le sea a uno posible a estar con las plagas. Esto puede que le parezca un poco simple y yo no sé si es simple verdaderamente, pero sé que es cierto."

-Albert Camus, La Peste.