viernes, 10 de febrero de 2012

10 de febrero de 2010

-Finalmente se nos va este muchacho.- Dijo el hombre calvo a las otras bibliotecarias que estaban sentadas junto a él, mientras se levantaba e iba en busca de mis documentos.

-Sí, me va a hacer falta venir a prestarles libros.- Agregué. 

El bibliotecario de la universidad se acercó, selló el papel, me entregó mi solvencia junto con la foto de mi yo a los 16 años y rompió en miles de pedazos mi ficha de lector. Tuve un flash-back de los años que han pasado desde entonces como si al tocar aquel papel todo el dique de recuerdos se hubiese roto de golpe: Miré el adolescente al que le daba miedo hablar en publico y que, ya adulto, terminó dando declaraciones en una radio a nivel nacional; al joven que perdió tiempo estudiando Derecho y que memorizaba artículos de leyes que odiaba a muerte y, con nudo en la garganta, recitaba  Poems in law to Lisa al terminar; volvieron las mañanas en el taller de Literatura y los atardeceres en la Carrera de Letras; observé detenidamente a los amigos muertos de los que me separé por cosas que hoy caigo en cuenta que nunca valieron la pena y de los cuáles nunca me pude despedir; también vi el rostro de aquel con el que platiqué mil veces sobre los libros que amábamos y que en nuestra última plática me regaló precisamente un libro del que recién acabábamos de hablar; estaban allí  los que ya partieron a tierras muy lejanas y los que regresaron más pobres, pero cargados de historias fantásticas; se repitieron las palabras de los maestros a los que les debo lo que sé; escuché la voz de un amor que nunca debió ser y que agradezco que haya sido; y leí de nuevo la frase sobre la que un día posé mis ojos, parte del drama en el que alguien sólo dejó una flor como separador: "La vida es una sombra que pasa".

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