viernes, 23 de agosto de 2013

México

Como ya  la mayoría de mis conocidos sabrán, ahora les escribo desde México, pues obtuve una de las becas que otorga el gobierno de este país; así que esta entrada tratará, de manera breve, de narrar mi experiencia. Será la primera de muchas publicaciones similares en este blog y quiero aclarar que, en un principio, serán una versión corregida y aumentada de las cartas que envié a mi amiga Mónica Rodas, quien obviamente me dio su permiso para publicar esto y por lo cual le agradezco. 

Pues bien, el día antes del viaje, aproveché para despedirme de muchos amigos y en especial de algunos de mis maestros. Me tocó, además, hacer los mil trámites restantes que, al final, sirvieron para muy poco. Casi no dormí nada al caer la noche, había terminado de guardar mi vida en una maleta y la emoción no me cabía en el pecho.    

Al aeropuerto llegaron, a parte de mi familia, Suny y Euclides para despedirme. Debido a mi temor a que me dejara el avión (yo, pobre iluso), pasé con antelación a la sala de espera; aunque más tarde me arrepentí porque tuvieron que transcurrir unos treinta minutos para poder abordar la nave.  A la hora de partir, me dio mucha tristeza el despedirme de mi familia y amigos, incluso se me hizo un nudo en la garganta cuando el aparato levantaba vuelo y pasaron muchos recuerdos por mi mente. Hasta ese momento no me había dado cuenta que tan apegado estaba a ellos y a mi país (sí, incluso a esta tierra, por muy mal que esté la situación en Honduras). 

Después de cuarenta minutos de viaje llegué a El Salvador donde hicimos escala y me tocó esperar una hora más.  Era la primera vez que salía de Centromérica y también el primer viaje en el que hacía un trayecto tan largo, así que  estaba algo nervioso, por lo que me mantuve en el área de espera y aproveché para leer. Luego abordé el siguiente transporte y, dos horas de vuelo de por medio, llegué al aeropuerto Benito Juárez de Ciudad de México. 

Mi primera impresión sobre el Distrito Federal fue de asombró ante su tamaño, es enorme y me sentí apabullado al bajarme. Estuve una hora en el aeropuerto (también muy grande) esperando a Adriana, la amiga que quedó de recogerme. Cuando ella llegó, tomamos un taxi y nos fuimos a su casa. El trayecto fue de casi una hora más (sí, ya habrán notado que llevaba como seis) y estuve a punto de dormirme en el taxi. Ella vive con su familia y Benoit, su novio francés quien estaba de visita. He de reconocer que fueron de lo más amables, el día de mi llegada (por coincidencia) tenían una fiesta, bebimos tequila, comimos asado y platicamos de muchas cosas hasta que llegó la medianoche y yo ya estaba muerto de cansancio como para seguir. 

Al día siguiente, Don Gilberto me acompañó a la Secretaría de Relaciones Exteriores para tramitar cuestiones de mi beca, terminé y luego fuimos a caminar por la ciudad. Todo me seguía pareciendo enorme, no podía quitarme esa impresión, y en esa salida me enamoré de la ciudad: pasamos por le Paseo de la Reforma, el Palacio de Bellas Artes, había libros por todas partes, incluso una calle entera dedicada a su venta, y miles de actividades, paramos en una de ellas y era una exposición escultórica de Leonora Carrington, una de mis artistas surrealistas favoritas. Todo terminó con un almuerzo de tacos en uno de los mercados y la promesa de visitar más lugares al día siguiente, lo cual hicimos; pero eso lo contaré en otra oportunidad.





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