viernes, 13 de junio de 2014

Algunas cartas de Gilberto Owen a Clementina Otero.

[México, 10 de junio de 1928]

Clementina:

Ya sé (y lo sospechaba de antemano) que el tratar de conocerla me separó de usted inefablemente. Cada movimiento mío para explicármela, me aleja más y más de usted porque yo trato de ganar hacía adentro en profundidad, lo que siento imposible abarcar en extensión. Y me alejo de usted al adentrarme en su vida, porque usted está sólo en la superficie, por más que diga (o mejor, que no diga). Y me mira, sin mover un dedo para detenerme, creer en fin en usted sin fondo. Una vez hablábamos de intentar yo conocerla, no teniendo llave de amor suyo, por el ojo de la cerradura del amor mío nomas. Y esto que era improbable, yo lo acepte creyendo que usted lo toleraba. Y cuando después estaba espiando, usted del otro lado cogió un alfiler para pincharme el ojo. Me refiero así, a que todas las veces que he tratado de abordarla anunciándoselo, usted se ha defendido contra mi ternura mañosamente. Tuve así que preferir entrar por la ventada, y como soy poco ágil, me he caído y seguiré cayendo en usted no sé cuanto.

A veces me sorprendo mirándola enternecido; luego vuelve usted el rostro y me mira así, y como ya sé bien que es eso precisamente lo que le molesta, me improviso un gesto impertinente y le digo una tontería odiosa, que usted ve en mi boca y en mi rostro naturales; por eso no la molestan. Porque es eso, no la molestan. Porque es eso, el pensar que la delicadeza, la ternura, la nobleza son en mí postizas, lo que las hace ofensivas para usted, y es también el haberme pensado siempre una gente desagradable lo que hace que mis aristas las vea naturales y no la irriten ya, disculpándolas casi. Lo terrible es que ni usted ni yo podremos encontrar nunca, los gusanos llenos de manzana, usted por confiada, yo por amargado. Alguna vez me he puesto a pensar angustiado, en lo espantoso, en lo monstruoso que sería un noviazgo entre nosotros. Cruzo los brazos y la toco excesivamente dura y en punta, y yo tan blando que la vergüenza me golpea en lo único firme, mi amor a usted; cierro los ojos y la veo de luz de acero para cortar mi sombra, y me tapo los oídos para la cruel risa de su silencio clavada, en cada una de mis palabras que nacen como del suelo,  y en mi boca su dulzura para los otros me amarga sangre de mi lengua mordida. Dionicia, y me dan unas ganas de odiarla, y solo consigo odiarme en blandura y penumbra e insabor. Y es unir todo esto lo que me parece monstruoso y horrible, y sentirlo así, me hace empeñar en decirle a usted mis palabras más agrias, y sin ser verdad reposo y en filo para su mano y alejarme de usted infinitamente. Y solo me consuela no deberle nunca ninguna felicidad. Me parece que si no acabo voy a llorar muy cursi.

[México, 11 de Junio de 1928 ] 

Clementina:

¿Por qué lo hace usted? ¿Cree de veras que haya necesidad de herir continuamente a las personas que nos aman? Me parece usted dura. Siempre me lo ha parecido. Y la arista que más me rasga, el ángulo suyo que se me clava más adentro, es sospechar que otras gentes la crean a usted blanda y suave. Puede haber personas más fuertes que usted por no amarla, Xavier por ejemplo, a las que su dureza no pueda vulnerar. Pero será de veras fuego para ablandar el amor, como repiten los tontos, y yo estoy sin cáscara y sin nada mas que mi sangre para que hunda usted la mano o la sonrisa. Me parece usted dura, y no la odio y me odio por ello. Sus heridas me duelen en mi carne, y, en mi torpeza de no haber sabido evitarlas, mucho más. Sus heridas me las siento dadas por mí a mí y me desesperan como un vicio infame que no hubiera tenido la voluntad de matarme.  Me parece usted falsa. Traicionando cada instante la imagen, la teoría que el instante anterior había yo construido de usted, obligándome a pensarla de nuevo enteramente, desde el primer principio, para borrarme la frase antes aún de haber acabo de escribirla en mi pizarra de sueño. Y  entonces no la odio por inconstante, y me odio por mi poca agilidad en seguirla, distinta en cada pulsación, y en adivinarla, y conocerla al fin. Me acuerdo que en Montaigne el conocimiento era imposible al hombre, y tratar de tomarlo era coger puñados de agua. Tratar de saberla a usted me es coger, o menos aún, puñados de aire. Ahora estoy muy amargo entre mis cosas, que no la conocen sino de verla en mis ojos, azul en el derecho y negra en el otro. Y solo de parpadear ya la verán en ellos distinta, infinitamente. Ahora voy a cerrar los ojos para imaginarla, y tiene usted otro rostro de ese cuadro, o es usted enteramente como ese libro, o me parece otra vez la sombra mía en el muro. Y yo enloquecería, no  de que usted no me ame, sino de no amarla a usted, precisamente, porque no sé cual es usted y tengo miedo de amarme a mi en mi teoría de usted, a cada momento mas falsa. Es usted obscura. O no, sino obscurecedora.

Y yo, que estaba diciéndole hace un momento a Dios, agradecido, que no merecía la fortuna de amarla como la amo, me hallo de pronto sin nada, sin saber lo que amo, sin saber si amo, con las manos vacía de haber querido apretar puñados de aire. Y yo me odio profundamente.

-Gilberto.-

[México, 28 de junio de 1928]

Clementina:

No me sospechaba esta riqueza de amarla como la amo, Dionisia, y me ha amanecido una felicidad desolada, sin nadie más que mi alma haciéndose más y más grande, inmensa de avaricia, para amarla con mi más doloroso desinterés, en amor puro, gratuito, poesía pura y vida pura no más. Me sorprende una voluntad íntegra de todos mis momentos llenos de usted ausente, más ausente aún cuando sólo su presencia material está junto a mí para decirme con un gesto, con una palabra, con un silencio también, que nunca estaré yo en su vida, que usted no va a querer nunca vivir un instante en la mía. Antes me irritaba este alejarse usted de mi sueño que, todavía un poco enamorado de mi vanidad, me dolía herida que usted me hiciese de mala fe, con maldad inocente de mujer naturalmente dura. Pero desde anoche que no la vi sufrir y la adiviné sufriendo, y me di cuenta de que su dolor estaba doliéndome en la carne de mi alma, ya no sufría de verla que se me iba de mi vida, y sí, mucho, agarrado a su estela con toda mi voluntad, el arrecife que la hería y no me mataba, injusto. No me perdono las palabras vacías que he escrito antes. No me perdono las preguntas tontas que en mi carta última le hacía. Me parece justo que no las haya contestado usted, me parece natural que, vacías todas, la hayan dejado siempre vacía usted de comentarios. Yo no he hecho nada para merecer una palabra suya, y como amarla no es ningún mérito, y es ya una dicha en sí, e inmerecida, ya no me hiere, Romée, su indiferencia. Antes me importaba, y ahora no, más que amarla, la elegancia de sufrir amándola, la amaba yo en el sufrimiento que me causaba.  Ahora puedo amarla ya en su dolor suyo, y esta nobleza que ya no me sospechaba me hace una felicidad seria, austera, como va a ser para siempre mi vida. Tendré un sueño de usted nunca mí, pero tan amado por mí, y mi sueño será un paisaje sin nadie y sin árboles, artificial, como hecho todo por mí, y en mi paisaje muerto la alegría única, sin sonrisas, será poder escribir mi firma ¿Tengo que decirle, ahora que la amo como nunca, mi ofrecimiento de no seguirla ya, usted fugitiva? Ya sé cuánto me costará cruzarme de brazos para mirarla írseme, pero todo es poco para agradecerle, Clementina, la gracia infinita que me ha hecho usted sólo con ser, con estar, para mi amor, un momento, sobre el cristal de mis ventanas.

Tengo por usted quince años y el mundo es tan joven como yo. Soy, y ya no me avergüenza, romántico y tonto para usted, y la amo más que a mi vida, a la que por usted comprendo amable. Y estoy pidiéndole a todas mis supersticiones, Dionisia, que la hagan feliz, y que yo me muera si se paga así mi salud, y que pronto se enamore de quien la merezca como no ha sabido su leal.

-Gilberto-.

P.D. Al día siguiente de la representación, que por usted deseo lo más pronto posible, he de irme de México por mucho tiempo, no sé todavía.  ¿Será excesivo pedirle que me regale algo que allá, en el verdadero desierto a que me voy, me ayude a recordarla? Soy suyo.

-Gilberto-.


[Nueva York,   5 de julio de 1928]

Acabo de llegar, Clementina querida, y quiero que me sepa suyo, inmensamente y siempre. Estoy lleno de usted, y me pregunto si esta riqueza no va a írseme de las manos, pues no creo haber hecho nada para pagar el amarla tanto. 

Cuando usted me quiera así (lo esperaré un siglo),  comprenderá lo que le agradezco humilde el amarla. No me olvide siquiera ¿Voy en diciembre a casarme con usted? La adora...

-Gilberto.-

                P.D: Escríbame o me mato.

[Nueva York,  6 de julio de 1928]

Clementina: 

Escríbame, me muero de "sin usted".  Nadie la ha querido, nadie la querrá nunca como yo. Me duele no quererla más, que no sea posible quererla más. 

Ahora se me ha ido el día en un montón de cosas. No pude buscar la calle donde vive su hermano. Mañana lo haré. No me olvidé. La quiere y ya quiere volver a México a besarle la mano, suyísimo...

-Gilberto.-

[Nueva York, 8 de julio de 1928]

Clementina: 

No podré nunca dejar de quererla, y no quiero intentarlo. Escríbame una palabra apenas que me consuele de no verla. Sí presente en mi memoria más que todas estas gentes que no son de mi raza, que apenas me entienden, que ellas sí no me amarán nunca. Todo... 

-Gilberto.-

[Nueva York, 12 de agosto de 1928]

Clementina:

¿No me va a perdonar nunca las palabras duras que le he dicho, las que sigo diciéndole? Detrás estoy, con unos labios muy suaves, desnudo ¿Ya le confié que el silencio me desnuda? Las máscaras que uso las prefiero desagradables, y es el error más grande de mi carácter. En realidad he creído pensar lo que le he dicho. Nada de lo que he escrito era mentira en el momento sólo de escribirle. Después mucho ha cambiado por dentro. Un minuto -a veces, todavía, en su carta de ayer, por ejemplo- me pareció usted cruel, nunca miserable. La inhumanidad se la atribuía un poco con índole literaria, para saberla igual a como yo quería en mi poesía. Luego me he ido acostumbrando a quererla igual a usted. Por eso he renunciado a ella, escrita. Usted me basta en ese sentido. Yo ya sé (y estaba ayer predicándoselo a Fernando) que el amor no es toda la vida mía. Pero sí la mejor de mi vida, lo más cercano, lo que más me arrima a la eternidad. Y sólo la eternidad mía, mi yo (que feo término ineludible), sólo Gilberto Owen sin ese nombre y sin esta mano, el de por dentro me interesa. Usted no puede llamarme ahora a mí al orden, porque esto es lo contrario del narcisismo. Aquí también está Dios, me parece, -o algo que parece algo y lo es- y el arte -algo que parece algo y no lo es- y los primeros principios y los últimos fines. Y usted, me interesa salvarme, es mi sed. Es decir, salvarla a usted, a Dios, al arte. Perdóneme estas palabras demasiado usuales, que sólo dichas como ahora se las digo tienen para mí un sentido.

(Perdóneme aquellas duras entonces) Yo no sé decirle con claridad esto, acaso. Me sucede con esto como con su recuerdo, tan vivo y todavía creciente, creciente que no me atrevo a fijarlo por temor a la inexactitud de la imagen cambiando a cada momento. Lo invariable es mi amor por usted. Antes me semienamoraba fácilmente. También de usted estuve enamorado de una manera artificial, fácil, falsa y epidérmica. Ya le dije que hubo un momento en que me atrajo sólo por su apariencia de salud. Era, creía, lo que me faltaba a mí, y salía a buscar sólo fuera de mí. Después me descubrí muchas faltas. Se lo dije también. Es que en realidad lo que me faltaba era usted. Así, el amor no ha sido ahora fácil. Ha sido duro, hecho poco a poco (todavía no acabo, nunca acabado), creciendo de mi doloroso descubrimiento de mi realidad real desde mi apariencia, para mí mismo, antes de hallarla a usted. No le he contado una cosa dramática mía, muy sincera, que ahora voy a decirle. Y no se la conté, porque luego me pareció demasiado teatral, con apariencia de falsedad, como todo lo verdadero de la vida. Uno de aquellos días horribles (el siguiente del Imperio y sus escenitas) yo no estuve en cama. Estaba enfermo, es cierto y le había escrito cosas que no me avergüenzan, Clementina, porque era mi verdad de aquella noche. Aquel día, le digo, me fui al campo. Me bajé de un automóvil no sé dónde, dónde no había gente. Anduve no sé cuánto sin ver. Cuando desperté estaba en un pedregal inmenso, grande, desoladísimo (tengo que emplear palabras vulgares para describirlo, y prefiero no hacerlo minucioso). Eran sólo la roca y el cielo. Entonces pensé en Prometeo, el de Gide, y su águila. "Tengo que enflacar para que ella engorde". El águila era, todavía, el amor. Pensé hacerlo, trabajosamente, en aquel pedregal. Arranque una piedra, como hacen los indios de allá, y la puse sobre otra, para construir una cerca y otra, y otra. Luego llevaría, penosamente, también con mis indios, una poca de tierra. Y la regaría en cualquier lugar cosa muy cara, y puede ser que usted me amara. Regresé a mi casa despedazadas las manos, un poco más firme el espíritu. Ese día empecé a amarla, Dionisia. Un día vaya por San Ángel, por Tlalpan. verá esas siembras trabajosas de los indios. Ya deben haber fructificado. Hágame el honor de una cursilería, y compárelas a mi amor. Yo he seguido trabajándolo. Yo seguiré toda mi vida. Era mi orgullo el que le decía que mi amor vive independientemente del amor de usted. Era ese orgullo de saberlo sólo hijo mío. No. Estoy esperando una poca de lluvia suya.

Necesito su amor. No se trata de conquistarlo, no de ganarlo ni comprarlo con cualquier clase de moneda. Se  trata de don de Dios. Se trata de lluvia. Naturalmente que, sin mi trabajo constante, yo no tendría o no tendré una cerca, y un poco de tierra, para recibirla a usted de Dios. Me parece que es mi hora de humildad, y es la hora de perdonarme yo mismo hasta mi orgullo y sus palabras malas. La adoro. Dígame si la espero. Todas las cosas buenas, para recibirla, de su...

-Gilberto-.

[Sin fecha]

Querida, muy querida Romée:

Mi mejor ternura la he sentido cantándome en usted, una tarde, en una playa desierta que todavía no han descubierto los turistas acalorados y apresurados. A cada hija mía en el mar le he dado su nombre, escrito y borrado por las olas cien veces y una nomás imborrable en el alma, que debajo de su arena está mi amor por usted, en roca viva.  Alegraría enternecida de sentirme voluble como el mar con una roca, adentro, inmutable. Y usted tan triste, alegrándome la esperanza de esperarla alegre. Una vez oí el himno nacional aquí, porque me aseguraban que estaba yo de luto, y no sentí ninguna emoción. Otra vez venía un barco chiquito, que sí podía caminar, , en el que apenas cabían tres salones de baile como el México, y así de llenos. Y yo no pensaba en nadie ni en nada, y tocaron entonces ese Blue Heaven que le oía a usted, y usted llenaba el mar, y su recuerdo sí era la Patria y yo me sentía emocionado y canté muy recio un corrido que empieza: Desterrado me fui para el muey. He pensado en sueños en su carta, muchas horas, y siempre es lo que ya pensaba yo, despierto, aquella noche en que le propuse casarnos. Todavía insisto -Toda mi vida es suya en ello.- dulce de pensar los silencios sin vacío que traería usted a mi sueño. Ya tendremos tiempo de hablar en el transmundo, y también en la noche se abren las ventanas. De mí sé decirle que el silencio me vende; al hablar, las palabras me hacen un velo retórico, o lógico, o simplemente un velo de ruido, que me es máscara no siempre propicia. Pero callo y es como si de pronto me quedara desnudo a mis propios ojos, que es la desnudez más absoluta que conozco. Y tampoco el espejo está nunca vacío. Mire, mire, mire usted con atención y quítese el pesimismo que se ha puesto (que yo le aseguro que no está enferma de la vista) y mírese largamente, como yo sabría mirarla, como voy sabiendo mirarla en el recuerdo y en la esperanza. Y mi amor subsiste independientemente de la posibilidad o imposibilidad del suyo, como se lo he demostrado, y me duele en él que lo baje hasta el capricho. Y se lo perdono porque todo lo suyo, lágrima o sonrisa, es sano y consuela de la ausencia. Y la adoro, Clementina, y espero sin prisa que un día me encuentre lleno de manzana, y tengo para usted un sueño que me voy a soñar ahora mismo. Y la amo en extensión de eternidad, no todo suyo, sueño siempre suyísimo, besando su huella...

-Gilberto-.

[Viaje en tren, 17 de noviembre de 1928]

Clementina: 

Déjeme no escríbirle de mí todavía. Quisiera haberme muerto. No pude y me duele esconderme de usted, no mereciendo yo su recuerdo, por toda la vida. Usted sabe que me molestan las palabras demasiado solemnes: diría sin embargo amor a usted, degarrándome, "por siempre jamás". El viento me ganó. Y no puedo culparla, y sí a mi debilidad. Aunque usted no se hubiera casado conmigo, debía yo de haber sido inteligente.  Y no lo he sido y no la merezco mía y la vergüenza me va a matar. Antes lo decía exagerando, y ahora en realidad justa. No merezco amarla. No sueño ya que me ame. La adoro. Mi vida está llena de usted. Estoy a punto de llorar y me indigna que eso me la hará más imposible. A nadie le escribo porque nadie me importa. Tampoco tengo interés en mí. Me odio de débil. Me odio. La adoro. Llevo una vida imbécil. No puedo escribir porque nada me mueve a hacerlo. Todo, menos mi amor a usted, es en vano. Le mando la carta de Araceli. Devuélvamela después de leerla y que nunca llegue a saberlo. Dígale si se ofrece que un día le contestaré ¿Qué temía usted que me hubiera contado? Ya ve qué inocente. La adora, Clementina...

-Gilberto.-

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