viernes, 2 de octubre de 2009

Premio nacional de poesía en España para Juan Carlos Mestre

Con mucha alegría leí en el blog Pregúntale al Polvo la noticia de que el poeta Juan Carlos Mestre recibió el premió nacional de poesía en España. A Juan Carlos Mestre lo escuché por primera vez, porque leerlo me era imposible hasta ese momento, cuando el grupo País Poesible lo invitó a Tegucigalpa hace algunos años. Me llamó la atención muchas cosas de su personalidad y obra: Esa fuerte presencia que tenía para leer sus textos o para hablar sobre cualquier tema con absoluta seguridad; su posción más al derecho de vivir en paz, como diría Jara, porque es un hombre con toda conciencia como para condenar los crimenes contra la humanidad vengan de donde vengan, acá en Tegucigalpa como allá en Europa; también su poesía que es del más alto lenguaje, con un uso de increibles figuras poéticas y congruente con sus ideales. En fin, Juan Carlos Mestre es un verdadero humanista que pudimos tratar muy poco, apenas un almuerzo que llevaron a cabo los organizadores y en eventos que se realizaron en Tegucigalpa y Valle de Ángeles, sobre todo en este último evento recuerdo que tuvo una especial deferencia para el grupo literario Máscara Suelta al cual pertenezco. Felicitaciones a Mestre que no sé si se acuerde de Máscara Suelta; aunque la verdad eso no importa, lo que importa es su obra, su actitud y su visión de la poesía como un lugar donde caben todos los territorios y todas las voces. Aquí algunos de sus poemas:

LA CASA ROJA

Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa donde los cardenales negros sacrifican papagayos a la voz del diluvio. El diluvio tiene las barbas blancas como el sauce de la jurisprudencia un domingo de bodas. Los predicadores aman la tempestad y golpean con sus Biblias de nácar la erección de los guardiamarinas. Las familias beben alcohol, se santiguan, recolectan insectos. El niño de la lámina se masturba plácidamente con la transparencia. La rosa de Jericó huele a vainilla. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja. Una casa cuya ilusión está llena de peces, el pez de San Pedro, la conciencia del delfín encerrada en el aro de la bahía desierta. Lorenzo de Médicis tenía una casa roja, las maniquís de Bizancio tenían una casa roja. Mi corazón es una casa roja con escamas de vidrio, mi corazón es la caseta de los bañistas cuya eternidad es breve como columna de lágrimas. El minotauro hace rodar sus ojos por el acantilado de las estrellas, la herida del anochecer hace su nido en la arena. Yo hablo con alas, yo hablo con humo de lo ardido y lava de diamante. La geometría bebe veneno, en el canto de los pájaros suena la armonía del baile de los muertos. En la casa roja hay una mesa blanca, en la mesa blanca hay una caja de plata con la nada del sábado. La intemperie gime contra los muros, la tristeza gime contra los mármoles. El profeta tuvo una casa de papiro a la orilla del lago, la muchacha del ghetto vivió en la casa de las preguntas. Mi mano izquierda luce un anillo de agua, en el camafeo de la supersticiosa brilla el mercurio de la temperatura. Lo que canto es lumbre, caballos lo que canto contra la aritmética y los números. Alguien anda diciendo que en las afueras de la ciudad hay una casa roja, una casa bajo el índice del cielo y el negro nenúfar de la amante devota. El muchacho con ojos de ebonita ama la enfermedad y el rubí de los reyes. Las mujeres hermosas sueñan con acuarelas, sueñan con garzas y volúmenes y súbitos prodigios sobre las alfombras de lana. Yo vivo extraviado entre dos rosas de sangre, la que tiñe la calamidad de impaciente belleza, la que tiñe la aurora con su astro eucarístico. Mi voluntad tiene la cólera del orfebre, mi capricho tiene el óxido de una frente de hierro. Nadie cruza los bosques malignos, nadie sobre la yerba de la muerte escucha el desconsolado discurso de las ceremonias asiduas. Yo veo el arco iris, yo veo la patria de los músicos y el olivo de los evangelios. Mi casa es una casa roja bajo la fibra de un rayo, mi casa es la visión y la beldad de una isla. Aquí cabe la gala del mandarín y la escrupulosa usura de las edades antiguas. Esta casa mira al norte hacia las lagunas de helechos, esta casa mira al sudeste azotada por el aliento de los que piden limosna.


ECLIPSE CON RIMBAUD

He pasado la mitad de mi vida en la oscuridad.
He descargado camiones de oscuridad.
He bebido toda la oscuridad.
He dormido con la oscuridad.
He amado la oscuridad y me he acostado con ella.
He tocado las piedras de la oscuridad hasta herirme las manos.
He repetido tu nombre en la oscuridad.

Los pescadores cantan en la niebla de la oscuridad.
Los jóvenes sin vida están despiertos en la oscuridad.
Los músicos y las rameras guardan su corazón en la oscuridad.

He soñado con la oscuridad la mitad de mi vida.
He hospedado mi juventud en el cáñamo de la oscuridad.
He desnudado a la oscuridad y gozado con ella.
He acariciado con dedos de pastor el sexo de la oscuridad.

La oscuridad es la oración de los acordeones nublados.
La oscuridad vive en las palabras que descifran la muerte.
La oscuridad habita los suburbios de la belleza.

Dad de ladrar al perro de la oscuridad.
Oíd la lepra sagrada de la oscuridad.


EL NIÑO JOHN

El niño John no es el niño Juan.

Los ojos del niño John y los ojos del niño Juan no ven las mismas cosas en el fondo del lago.

Bajo los párpados del niño John la sed es un caballito de mar que vale dos dólares.

Bajo los párpados del niño Juan aletean las mariposas negras del vendedor de sandías.

El niño John tiene un martillo de cristal, el niño Juan tiene una nuez transparente.

Las manos del niño John cuentan las semillas de las estrellas, los dedos del niño Juan juegan con la chapa de la luna nublada.

Los ojos del niño John y los ojos del niño Juan no miran a los mismos pájaros que tiemblan en la oscuridad.

El niño John trae a su madre el declive de la montaña, el ruido del río, la perla de granizo le trae el niño Juan.

Cuando se hace de noche la sombra del niño John sueña que es la sombra del niño Juan cuando se ha hecho de día.


EL ARCA DE LOS DONES

Mi alma es esa casa de madera que arrastra el vendaval.

A veces en la noche yo siento acercarse a un huésped invisible y oigo girar su llave y escucho avanzar sus pasos.

Entonces la poesía, cada pluma arrancada a las alas de un ángel, es la semejanza de una casa en el aire, el portal luminoso, las ventanas abiertas, el que empuja la puerta y el que entra seguro y se acerca hasta el arca y reparte los dones.

Doy al amanecer, cuando la sangre de los delfines se derrama lentamente sobre el serrín de las cervecerías, un cuchillo blanco.

Al que bajo el hielo negro de la noche caminó conmigo y sufrió conmigo la dócil alianza del fracaso, dejo la herida.

A la columna de silencio de esa muchacha que rozada por el tacto de la obediencia guarda en su pensamiento la perfección de la muerte, una copa de viento y de raíces.

Al río de mi infancia donde bebió Demócrito de Siracusa la niebla del espíritu, la claridad que ya no tendrán mis ojos.

A la ciudad que cercada por la elipse del envejecimiento enterró su memoria junto a las norias de la desposesión, una tumba vacía.

Al muchacho judío que ante un espejo empañado contempla el rubí de su alma atravesado por la espina de la crucifixión, una caja de música.

A la sombra de mi padre contemplando la luna, una cabaña en el bosque.

Al que en los atrios de la conformidad padeció la pobreza mas no será nombrado en las tablas de la justicia, la balanza con los alimentos.

A la orilla del mar, un caballo con cabeza de tortuga romana.

A la mujer que me amó con la fidelidad del astrónomo, dejo el resplandor, el halo de una estrella cuyo astro no existe.

Al ibis, la analogía de las agujas.

Para el que estrechamente vigilado por la locura hizo vibrar el ángulo recto de las constelaciones, el acordeón y las palomas verdes de la plaza.

Para ti, amor mío, el río eterno de los dioses y sus gatos sagrados.

Al insobornable enemigo cuya víctima fue feliz como un imán vertiginoso ante los filamentos de la melancolía, una silla de enea.

A la muerte, una puerta abierta.

Al ajusticiado en el abismo de su propia escritura que sólo tuvo oídos para el ángel y amó la semejanza y la inutilidad de las cosas, una jaula con peces de madera.

Al otoño, la lejana memoria de las ballenas del cabo.

A la sabiduría de los profetas, un candil de silencio.
A la lápida de Leonardo Mestre, los sueños que no tuvo y que ya nunca sabrá.

Al que con su linterna de fósforo ayudó a resistir y guió la navegación de los torturados, el faro de la utopía.

A la dulce mujer que se acercó a mi sombra como madre, el azul de mayo y el zumbido de las abejas en la primavera.

Al jardín de los monasterios, la alondra del alba y la rosa cortada del rabino.

Al tetrarca y al que está detrás de su lengua como un tábano, la urna rota del centauro ante la que un lacayo da voces.

A la tristeza que iba cruzando el puente aquella tarde de invierno, un revólver cerrado por un nudo.

Para el leñador que derribó el gran ciprés de los hermeneutas, el meteoro silvestre de las ciervas ingrávidas.

A la estatua de Francesco Orsini duque de Bomarzo, el vértigo transparente de la materia que huye.

A los versos que no escribí, un collar de frutos y semillas.

A la grieta del eremita, la pantera del anochecer.

A la memoria, la lluvia, el lirio de las estaciones abandonadas por las que pasa el ferrocarril sin detenerse.

A los amantes que descifran su desnudez en la oscuridad, un hilo de saliva.

A la pirámide del conocimiento, la amatista mojada del escarabajo y los élitros celestes del jeroglífico.

A La Habana de mis antepasados allá por mil novecientos veinte, la nieve.

Para Rousseau el Aduanero, los ágiles antílopes que cruzan el agua encarnada de los sueños.

Dad este libro a los animales, al búho y al alce, al armadillo y al erizo silvestre.

Arrancadle una a una sus páginas y dádselas a los animales. Dadle al hurón la oscuridad de la palabra búfalo y al búfalo la inmaculada pradera del billar de los bares.

Y de entre todos los dones y de entre todos los sueños, dadle a mi corazón una casa en el aire.


CAVALO MORTO

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo.

Un poema de Lèdo Ivo es una luciérnaga que busca una moneda perdida. Cada moneda perdida es una golondrina de espaldas posada sobre la luz de un pararrayos. Dentro de un pararrayos hay un bullicio de abejas prehistóricas alrededor de una sandía. En Cavalo Morto las sandías son mujeres semidormidas que tienen en medio del corazón el ruido de un manojo de llaves.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo.

Lèdo Ivo es un hombre viejo que vive en Brasil y sale en las antologías con cara de loco. En Cavalo Morto los locos tienen alas de mosca y vuelven a guardar en su caja las cerillas quemadas como si fuesen palabras rozadas por el resplandor de otro mundo. Otro mundo es el fondo de un vaso, un lugar donde lo recto tiene forma de herradura y hay una sola tarde forrada con tela de gabardina.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo.

Un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo es un río que madruga para ir a fabricar el agua de las lágrimas, pequeñas mentiras de lluvia heridas por una púa de acacia. En Cavalo Morto los aviones atan con cintas de vapor el cielo como si las nubes fuesen un regalo de Navidad y los felices y los infelices suben directamente a los hipódromos eternos por la escalerilla del anillador de gaviotas.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo.

Un poema de Lèdo Ivo es el amante de un reloj de sol que abandona de puntillas los hostales de la mañana siguiente. La mañana siguiente es lo que iban a decirse aquellos que nunca llegaron a encontrarse, los que aún así se amaron y salen del brazo con la brisa del anochecer a celebrar el cumpleaños de los árboles y escriben partituras con el timbre de las bicicletas.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo.

Lèdo Ivo es una escuela llena de pinzones y un timonel que canta en el platillo de leche. Lèdo Ivo es un enfermero que venda las olas y enciende con su beso las bombillas de los barcos. En Cavalo Morto todas las cosas perfectas pertenecen a otro, como pertenece la tuerca de las estrellas marinas al saqueador de las cabezas sonámbulas y el cartero de las rosas del domingo a la coronita de luz de las empleadas domésticas.

Cavalo Morto es un lugar que existe en un poema de Lèdo Ivo.

En Cavalo Morto cuando muere un caballo se llama a Lèdo Ivo para que lo resucite, cuando muere un evangelista se llama a Lèdo Ivo para que lo resucite, cuando muere Lèdo Ivo llaman al sastre de las mariposas para que lo resucite. Háganme caso, los recuerdos hermosos son fugaces como las ardillas, cada amor que termina es un cementerio de abrazos y Cavalo Morto es un lugar que no existe.

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